Opinión

Las calles de Zaragoza, sus amigos y enemigos

Fui amigo de Julián Ruiz Marín, un químico que trabajó en Perfumerías Chiro y en la última etapa de su vida se entregó a escribir libros sobre Zaragoza y su pasado inmediato con abundante documentación, mejor memoria y toneladas de gracia mordaz.
Javier Barreiro, escritor.
photo_camera Javier Barreiro, escritor.

Fui amigo de Julián Ruiz Marín, un químico que trabajó en Perfumerías Chiro y en la última etapa de su vida se entregó a escribir libros sobre Zaragoza y su pasado inmediato con abundante documentación, mejor memoria y toneladas de gracia mordaz. Las calles de su ciudad fueron su tema más cultivado aunque también escribió un buen libro sobre las de Madrid. Ya cerca de los ochenta tacos, tomó la costumbre de llamarme cada quince días y a la hora del vermut salíamos a dar una vuelta por los bares del centro histórico. De alta estatura, soltero, juerguista y gran capacidad física, había sido un buen bebedor y aún aguantaba con entereza los cuatro o cinco vinos que trasegábamos antes de marchar a comer al piso que compartía con su hermana en la calle de San Miguel.

Fueron nueve los libros que publicó entre 1994 y 2008 y se vendieron bastante aunque no lo sacaran del anonimato. Como otro abuelo sabio, Mario Bartolomé, erudito de la jota en una ciudad donde hay tan pocos y ganador bastantes veces del Concurso de Coplas del Ayuntamiento zaragozano, conocía al dedillo los establecimientos que habían poblado las principales calles cesaraugustanas desde hace más de medio siglo. Bartolomé, incluso, escribió un libro sobre ellas: “Un recorrido por 100 tiendas curiosas zaragozanas” (1999). Bastante más de la mitad ya no existe.

Los dos personajes tenían similitudes: orgullosos, cascarrabias, sinceros, amantes de las letras y de la justicia y odiando la falsedad social, la hipocresía y el arribismo ambiental que contradicen la fama de justos y nobles de los zaragozanos.

Como es de rigor, tuvimos largas conversaciones acerca de las calles de nuestra urbe. Ellos habían conocido personalmente a sus cronistas: Blasco Hijazo, Oliván Bayle, Castillo Genzor… y yo, al menos, había leído sus libros. Era de ver cómo se encabritaban cuando se dedicaban vías públicas a mindundis sin relieve, a poetas de tercera fila, a amiguetes del alcalde, a políticos de turbia historia e incluso a asesinos. Se borraron algunas de estas últimas pero hoy, por otras razones, se harían cruces de los nombres que van apareciendo. Aunque no eran gente de cruces sino descreídos y anticuriales. Como don Inocencio Ruiz, el añorado librero de la calle 4 de Agosto, habrían podido ser lectores de El Motín, el periódico más comecuras de la España de la Restauración, que no desapareció hasta la muerte de su mentor, José Nakens,  en 1926.

Hoy día existen otros sabios doctorados en las vías ciudadanas e incluso la Institución  Fernando el Católico creó una bella colección (Serie Negra) con casi todos sus títulos dedicados a las calles zaragozanas. Existen también beneméritos grupos que en las redes sociales rescatan y publican fotografías de la antigua urbe. En fin, que cada vez hay mayor documentación para los nostálgicos de la vieja Zaragoza pero también, cada vez es más honda la melancolía de los románticos y amantes del patrimonio por los rincones borrados, el ambiente arquitectónico envilecido, los edificios modernos desluciendo el brillo de la historia… Ya no quedan en Zaragoza más que vestigios aislados de la ciudad medieval, no barrios o conjuntos urbanos, como podemos ver en otras poblaciones; la abundancia de palacios renacentistas que admiraron a los viajeros del siglo XVI ha quedado reducida a poco más de media docena de supervivientes. Eso sí, algunos creen que conservar una fachada, habiendo arrasado el resto, tiene algún valor cuando en realidad es como la fotografía de un billete de 500 euros.

En Barcelona, en Córdoba, en Pontevedra, en Cáceres o en Segovia encontramos rincones y hasta barrios auténticos; el Madrid castizo y el Madrid burgués de antes de la guerra se conservan bastante bien, pese a los bombardeos de la contienda. Aquí se destruyó casi todo: las parcelas de los barrios, el Paseo de Ruiseñores, el Paseo de Sagasta, el Paseo de la Independencia, que aguantaron hasta poco más allá de 1960. El desarrollismo del último franquismo y la voracidad de los partidos políticos a partir de la democracia iconoclasta terminaron con ese hermoso eje arquitectónico desde el Canal Imperial hasta la Plaza de España ¿Quién recuerda aquel barrio de quintas de verano que hasta los años setenta se conservó tras la antigua fábrica de Chocolates Orús?

Hoy, sólo la Plaza de los Sitios, proveniente de la Exposición que conmemoró el Centenario de la Francesada y la calle de San Vicente de Paúl, construida en los años treinta, presentan un aspecto armónico. A la primera, con la excusa del Espacio Goya, los políticos intentaron plantarle un carísimo adefesio que uniera el Museo Provincial con la Escuela de Artes. Lástima que el de Fuendetodos no estuviera allí para pintarles sus fauces de rata ambiciosa. La crisis de 2007 vino a evitar el disparate. A San Vicente de Paúl habrá que vigilarla con atención pues, cuando derriben el primer edificio, los otros irán cayendo en cadena.

¿Tiene algún partido en su programa electoral para las municipales la promesa concreta, escrita y con juramento, de no tocar nada de lo que aquí se ha ido enumerando?