Opinión

Bicentenario de la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis

En 2023 se cumplen dos importantes centenarios para la historia de España. Seguro que, cuando llegue el 13 de septiembre, algunos medios de comunicación nos recordarán el golpe de estado del Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, sus precedentes, circunstancias y consecuencias pero, hasta el momento, aún no nos han hablado de Los Cien Mil Hijos de San Luis.
Javier Barreiro, escritor.
photo_camera Javier Barreiro, escritor.

En 2023 se cumplen dos importantes centenarios para la historia de España. Seguro que, cuando llegue el 13 de septiembre, algunos medios de comunicación nos recordarán el golpe de estado del Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, sus precedentes, circunstancias y consecuencias pero, hasta el momento, aún no nos han hablado de Los Cien Mil Hijos de San Luis, que el jueves 7 de abril de 1823 cruzaban la frontera por Roncesvalles y se disponían a rescatar a Fernando VII que, en 1820 y de mala gana, había aceptado el Gobierno Liberal y la Constitución de 1812 abolida por él mismo al llegar al trono y, secretamente, había pedido auxilio a Francia para restaurar el Antiguo Régimen.

Esto nos lo contaban en la escuela y muy poco más en la Universidad. No dejaba de ser una afrenta que la Santa Alianza –Rusia, Prusia y Austria- más Francia y otros países europeos reunidos en el Congreso de Verona, exceptuando a Inglaterra que se había abstenido, lograsen la bendición papal para formar el Ejército que terminara con las veleidades liberales tan contrarias a la Restauración de las monarquías absolutas europeas.

El ejército español y sus guerrillas resistieron en difíciles condiciones y el gobierno obligó al rey, que aguardaba ansioso a los invasores, a retirarse a Cádiz, donde los constitucionalistas esperaban con la ayuda británica derrotar al ejército aliado. Los ingleses no aparecieron y la batalla y toma de El Trocadero (31-8-1823) decidió la suerte de la contienda, la liberación de Fernando VII y el comienzo de la llamada “década ominosa” con el fin de la Constitución, las libertades, la despiadada ejecución de Riego, arrastrado y ahorcado en la madrileña Plaza de la Cebada, y la represión de todo lo que oliera a libertad y progreso.

Mucho se ha hablado de cómo estos acontecimientos influyeron en el destino del país y no es esta ocasión ni lugar para hablar de la historia de España. Sí de un oficial francés, Clerjon de Champagny, que formando parte del ejército invasor y acompañando al Duque de Angulema, su general y a todo el estado mayor, recorrió el país, empezando por el País Vasco, atravesando las dos Castillas, Extremadura y Andalucía de Oeste a Este, sin que sepamos cuándo ni cómo regresara a Francia.

Este ilustrado militar publicó en 1829 una especie de cuaderno de viaje con 40 magníficos dibujos de personajes con los que fue encontrándose en su periplo, más un comentario acerca de los mismos y el contexto en el que fueron retratados. Son, generalmente, tres o cuatro párrafos y en cada uno de ellos quedamos deseosos de que nos hubiera contado mucho más. La variedad de los atuendos, la descacharrada belleza –hoy casi siempre arrasada- de tantos lugares, el patio de Monipodio de una España tan arcaica como desorganizada y diversa nos hacen añorar que la información acerca de aquellos pueblos y gentes fuera hoy más completa y profunda.

Una baraja de curánganos, arrieros, guerrilleros, damiselas, contrabandistas, aristócratas, aguadores, petimetres, majas, buhoneros, bailarinas, soldados… se muestra ante nuestros ojos con un colorido y una variedad de atuendos y dedicaciones que no extraña que el país se convirtiera en meca de viajeros europeos, ansiosos de sensaciones fuertes. Las cosas seguían muy similares en la primera guerra carlista. En 1838 el barón Dembowski, hijo de un general polaco que luchó con Napoleón, fue detenido por los carlistas, al declarar su nacionalidad polaca. Estuvo a punto de ser fusilado por espía porque los partisanos sólo conocían como extranjeros a franceses e ingleses.

¿Qué mundo se esconde tras las enigmáticas palabras del buen Champagny, que se avergüenza tanto de los desmanes del “ejército de la Fe, bandas de ladrones que queman y asolan todo lo que encuentran” como de las felonías de sus compañeros oficiales con las mujeres que encuentran o de su falsedad y prepotencia? Los españoles reciben un trato dispar: los hay indolentes, pasivos y crueles pero también generosos, valientes y hospitalarios. Los presumidos abundan en ambos bandos, los andrajosos, en uno de ellos.

Y, aunque de forma casi telegráfica, no deja de registrarse la desidia de un estado que abandona a sus habitantes, la penuria de los caminos, la mezquindad de ventas y posadas, la violencia explícita y latente de la vida. Sin embargo, varios de los personajes retratados provocan la admiración o la ternura del francés. Entre ellos, una hija de Aragón, abadesa en un convento de Andújar.

Son muchos los pensamientos que se suceden con la contemplación de estos dibujos y la lectura de las líneas que Clerjon de Champagny pergeñara para dejarnos abierta la interrogación creativa que nos suscita la decadente belleza de aquel tiempo y aquellas circunstancias. Tanto, que nos recuerda los famosos endecasílabos con que Gil de Biedma daba fin a su poema “Triste historia”:

Pido que España expulse a esos demonios.
Que sea el hombre el dueño de su historia.
De todas las historias de la Historia
la más triste sin duda es la de España.