Opinión

Entre la justicia y la codicia

Mientras que para unos la igualdad es un derecho, para otros no debe ser un hecho. Entre ambos polos, la desconfianza sigue creciendo de modo que nos sintamos lo menos semejantes posible para que la igualdad social no sea más que un anhelo, un principio abstracto, pero, eso sí, debemos seguir jugando con las palabras para mantener la fe en nuestras convicciones democráticas.

Mientras que para unos la igualdad es un derecho, para otros no debe ser un hecho. Entre ambos polos, la desconfianza sigue creciendo de modo que nos sintamos lo menos semejantes posible para que la igualdad social no sea más que un anhelo, un principio abstracto, pero, eso sí, debemos seguir jugando con las palabras para mantener la fe en nuestras convicciones democráticas.

Los muy ricos son cada vez más ricos y sus patrimonios crecen a velocidad muy superior a la de los salarios, tanto que hemos aceptado como un hecho natural una creciente masa de trabajadores empobrecidos y personas sin hogar, pero también movimientos de hartazgo fiscal de quienes dicen sentirse obligados a cubrir los gastos de esas personas que en su opinión no lo merecen.

En medio de tanta incertidumbre, partidos y sindicatos de izquierda se han visto superados por la enorme brecha abierta entre sus principios y la dirección que han tomado los acontecimientos. La desconfianza es la norma, el voto disminuye y no pocos votan a la contra al sentirse traicionados. Y la evasión y el fraude siguen creciendo, y quienes lo denuncian públicamente no hacen sino aumentar la incertidumbre, a cuya sombra siguen creciendo.

Nos tienta atribuir el retorno de tan profundas desigualdades a mecanismos económicos y estructurales tan ciegos como irresistibles, mecanismos cuyo avance obedece al desarrollo imparable de un mercado mundial y una economía financiera desquiciada cuyo avance hace honor a su codicia.

Los más ricos y poderosos fomentan la formación de gobiernos que sirvan a sus intereses, y a través de los medios que controlan repiten que la fortuna de los más ricos es fuente de beneficios para todos. Entre tanto, sigue aumentando una clase de trabajadores y empresarios empobrecidos que no pueden salir de la miseria. Como dijo Balzac en su tiempo, en el nuestro vuelve a ser “más rentable heredar que trabajar”.

Se ha dicho que “los oligarcas que conducen a Europa y tal vez al planeta entero hacia su perdición jamas han reconocido su responsabilidad en la crisis financiera de 2008. Acusan a los pueblos de ser demasiado costosos, demasiado glotones, de gastar demasiado en su salud y su educación. Procuran echar el fardo a otros sin poner nunca en tela de juicio su propia codicia financiera”.

Quienes ansían reducir tantas desigualdades parten de una idea de fraternidad heredada de aquella hermandad proclamada por algunas religiones. Si somos hijos de un mismo Dios, también deberíamos pertenecer a un mismo mundo social. Si no es así, ¿no será porque nuestra defensa de la igualdad y de la justicia se ha visto superada por nuestro secreto afán de codicia? La codicia no correrá peligro mientras los pobres ansíen la riqueza más que la justicia.

Si todavía no hubiéramos nacido, pero conociéramos el estado del mundo al que nos dirigimos, y llegáramos a él sin nada, con lo puesto, ¿le gustaría que ese mundo se pareciera a éste donde vivimos?