JAVIER BARREIROEscritor.


Las palabras descalificatorias proferidas con ánimo descriptivo siempre me han atraído. Algunas tienen mucha gracia. No las lanzadas a la cara con ánimo ofensor que provocan indignación en los aludidos y malestar entre los circunstantes. La lengua española es riquísima en ellas. Alguna vez pensé en hacer una antología de insultos en la literatura española pero, si de los propósitos, películas y buenas intenciones llevadas a efecto no se realiza ni el dos por ciento, no digamos con los proyectos de libros que a uno se le ocurren semanalmente.

Existe un ensayo de Kenneth Scholberg, “Sátira e invectiva en la España medieval” que leí cuando estudiante, pero el periodo más rico es el Siglo de Oro. Quienes gustamos de la poesía conocemos lo feroces que pueden ser los líricos en sus motejos. Quevedo y Góngora siempre estarán a la cabeza pero en la época contemporánea se podría confeccionar una enciclopedia del vituperio con lo que han dicho unos de otros. Ahora hay más hipocresía y no suelen publicarse. Tan sólo se usan en política.

De cualquier modo, son los insultos orales los que adquieren más efecto y vigor por el tono e intensidad de la voz. En mi familia nos hemos insultado bastante por efecto del amor, es decir que nos divertíamos diciéndonos burradas con ánimo jocoso y allí no había jerarquías. Y lo he seguido haciendo con amigos y con novias. Un verdadero placer. Quizá, mi madre, ante mis vestimentas hippies, se lo tomaba más en serio cuando halagaba mi vanidad con aquello de “Con lo guapo que eres podrías ser el amo del barrio y pareces un gañán”. Menos mal que cuando llegó la época punk decidí no seguir la senda perro flauta. De todos modos, también Trump parece un patán y mira donde llegó.

Es cierto que hay personas que te sugieren inmediatamente el calificativo. ¿Quién no ha sentido deseos de decir que Pepito es un mendrugo; Antoñico, un badulaque; Fabián, un mentecato; Benito, un mamarracho; Cosme, un majadero; Luisito, un galopín, Emilio, un botarate y Mario, un berzotas?  Convenimos también en que la prosa de Lito es inane, la de Lalo, mostrenca y la de Laly, mema… Reconozco que me encantaría estampar aquí sus nombres reales pero temo que me llamen por teléfono nocturnalmente, me pinchen las ruedas o algo peor. El único mundo en que es posible insultar a lo bestia es el de la prensa del corazón. Si no fuera por lo mucho que desprecio a sus mercenarios, quizá en ese terreno podría haber hecho fortuna.

Pero compruebo consternado que en la relación anterior de improperios no he seguido las órdenes del Ministerio de Igualdad y he colocado sólo una mujer. ¡Estaré a punto de ser aún más cancelado de lo que me encuentro!

No cunda el pánico: mi paisano Braulio Foz tiene la mejor colección de improperios lanzados a una señora en el Libro II, capítulo X de su impagable “Vida de Pedro Saputo”. Se quedó en 79 pero, como reparación, se la ofrezco completa:

«-Vaya con Dios la ella, piltrafa pringada, zurrapa, vomitada, albarda arrastrada, tía cortona, tía cachinga, tía juruga, tía chamusca, pingajo, estropajo, zarandajo, trapajo, ranacuajo, zancajo, espantajo, escobajo, escarabajo, gargajo, mocajo, piel de zorra, fuina, cagachurre, mocarra, ¡pum, pum!, callosa, cazcarrosa, chinchosa, mocosa, legañosa, estoposa, mohosa, sebosa, muermosa, asquerosa, ojisucia, podrida, culiparda, hedionda, picuda, getuda, greñuda, juanetuda, patuda, hocicuda, lanuda, zancuda, diabla, pincha tripas, fogón apagado, caldero abollado, to-to-to-ottorrrrrr…, culona, cagona, zullona, moscona, trotona, ratona, chochona, garrullona, sopona, tostona, chanflona, gata chamuscada, perra parida, morcón reventado, trasgo del barrio, tarasca, estafermo, pendón de Zugarramurdi, chirigaita, ladilla, berruga, caparra, sapo revolcado, jimia escaldada, cantonera, mochilera, cerrera, capagallos…“.

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