VICENTE FRANCO GIL. Licenciado en Derecho.
Es fácil evidenciar que existe un ambiente social con cierta saturación de opinión e información política a tenor de las elecciones pasadas y futuras. El hostigamiento es constante, e incluso sesgado, como si no hubiera un elenco relevante de materias más importantes que tratar. El hartazgo mediático refleja un ansia de poder irreductible que ostenta la mayoría de las formaciones políticas basadas, en gran medida, en el oportunismo, en la egolatría y en el engreído interés personal y/o partidista.
Los conflictos y las luchas proceden de la confrontación de intereses encontrados. A veces sucede que la búsqueda de la verdad y de aquello que conviene para el buen curso de una comunidad, e incluso para el bienestar personal, encuentra obstáculos radicales, fundamentalistas, sectarios y demagógicos. Quienes no ven más allá de lo puramente material, de la evanescencia efímera y de la autocomplacencia instrumental, falsean con su actitud vanagloriosa la autenticidad del progreso social, es decir, aquello que construye la dignidad humana, que siembra la paz y que promueve la justicia.
Nuestra Constitución propugna como valor superior el pluralismo político, y establece los derechos inviolables que a la persona le son inherentes como fundamento de orden político y paz social. No obstante, a aquella formación que no obedece el ideario de la progresía recalcitrante (al parecer único, inamovible y omnipotente) se la tacha de intolerante y fascista, señalándola como un adversario infiel y por tanto a derribar. Asimismo, en la Carta Magna se establecen también unos derechos fundamentales que, a la vista está, son hollados impunemente blanqueando con ello el veneno mortal que emana del manantial progre, un antídoto para caminar sin temor al qué dirán por la senda de la superficial y mediocre escenografía política.
En la actualidad, el quid de la cuestión ya no hunde sus raíces en ser de derechas o de izquierdas, más bien consiste en estar pusilánimemente dentro del “sistema” o reaccionariamente fuera. Con todo, se observa cómo el Partido Popular ensimismado en sus múltiples complejos, huérfano de posicionamientos firmes y concretos, incluso desprovisto de valores con sustancial peso específico, vacila con expectante tibieza ante una atmósfera electoral que clama compromiso, contundencia en las decisiones y el regreso al sensato y natural comportamiento ético y moral.
Así las cosas, VOX es un partido legal a la luz del ordenamiento jurídico vigente, constitucionalista, pro-vida, que vela por la dignidad de las personas, que aboga por la soberanía de España, que defiende las fronteras ante agresiones de apariencia invasora, que mira por el bien de la agricultura, que se siente orgulloso de la Bandera Nacional, que lucha contra la inmigración irregular, que abomina el despilfarro económico…Claramente es un partido que ha crecido objetiva y exponencialmente en las últimas elecciones municipales y autonómicas; es la tercera fuerza política a nivel nacional y en cuantiosos parlamentos regionales así como en abundantes consistorios, a pesar de las voces discrepantes que auguran que VOX se diluirá en breve tiempo por estar alimentado de anhelos nostálgicos. Y de ser así, ¿por qué tanto ímpetu por demonizarlo, por relegarlo al ostracismo y por silenciar a toda costa su voz?
La ciudadanía, en su conjunto, ha hablado diáfanamente para comunicar a la clase política que el bipartidismo quizá no sea la solución deseada, que considera un cambio de rumbo más estable, pero en base a pactos cuyo resultado por un lado tumben la sinrazón de la izquierda radical que ha llevado a la ruina a nuestra nación, y por otro que determinen nítidamente posiciones detalladas de disciplina política.
Ante este panorama, si realmente el PP quiere cambiar el rumbo de la desastrosa coyuntura económica, política y social, debe saber que VOX no es el enemigo a abatir, sino más bien un aliado potencial que ha sabido posicionarse en la arena política en virtud de un ideario transparente, fiel y leal a la sensatez de la aplicación de valores y principios rectores a los que la ciudadanía siempre ha aspirado pero que, tortuosamente, la sugestiva y vehemente izquierda se los ha arrebatado taumatúrgicamente.
El PP debe elegir entre ser globalista o defender su esencia autóctona; defender el derecho constitucional de la vida o consentir la infamante legislación abortiva; reducir la deuda pública o seguir con el despilfarro de los chiringuitos institucionales y sindicales; defender la Constitución o hacer un brindis al sol nacionalista; pudrir a nuestros hijos en los centros de enseñanza con una educación ideológica y sectaria o respetar el derecho constitucional que asiste a los padres a educarlos según sus propias convicciones; en prodigar la mentira, el engaño y la manipulación mediática y social o en fomentar la nitidez de los compromisos adquiridos; en promover la libertad religiosa y de culto o en mirar a otro lado cuando los católicos son ofendidos obligándoles a poner como siempre la otra mejilla; en sucumbir a los respetos humanos o a gestionar con integridad el futuro de un pueblo cumpliendo con el deber. La humildad es una gran virtud que refleja el talante personal de quienes la ejercitan, y de momento está un tanto olvidada.
Frente a estas aguas turbulentas, los ciudadanos tenemos la grave responsabilidad de ejercer nuestro derecho al voto, aun sabiendo que las urnas no estén legitimadas para declarar abiertamente la verdad, pues ésta no se valida en recipientes de cristal. Sin embargo, en atención al ideario de la formación política en cuestión, sí podemos acercarnos a ella, aunque a una parte del electorado y de los elegibles el cambio, para bien, les pueda doler. Como recordatorio sepan que la soberanía nacional reside en el pueblo, no vaya a ser que alguien ambicione el poder a perpetuidad y con ello se ahogue en su propia iniquidad, anegando también, por efecto colateral, a los demás.