ANTONIO COSCOLLAR SANTALIESTRA. Maestro de escuela.
Admitámoslo, los ladrones nos fascinan, sobre todo aquel que sin dejar de ser un timador tiene un punto creativo y una pizca de humor. Ese podría ser el retrato de Robin Hood, que roba, pero comparte con quien lo necesita. ¿De quién podríamos decir lo mismo en nuestra época? Ah, claro, de Pablo Escobar.
Para muchos, Pablo Escobar era un tipo encantador. Siempre ayudaba a los de su barrio, celebraba fiestas, hacía regalos como un manirroto y, por encima de todo, defendía a los suyos. Castigaba sin piedad a los desleales, pero alagaba a sus incondicionales. “¿Y por qué?”, dice un medellinense, “porque era un hombre que creía en la familia y, aun después de muerto, sigue siendo un hombre del pueblo”.
“Palabras pocas, groserías ninguna, fidelidad toda”. Así lo veían quienes lo conocían. Al fin y al cabo, dicen algunos vecinos de Medellín, él se limitaba a satisfacer la demanda creciente de cocaína, primero en los EE.UU, después en el mundo entero. Montó una industria tan poderosa como la del tabaco, pero ilegal. Mala suerte amigo.
Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él. Quizá fuera eso lo que pretendía finalmente Escobar, pero tuvo (para él) la mala fortuna de ser delatado. Pablo Escobar comenzó robando lápidas en los cementerios para revenderlas. ¿Cabe imaginar a un embaucador con un sentido del humor más negro y socarrón?
Gracias a la literatura y al cine tenemos a Robin Hood de Walter Scott y a Jean Valjean (Victor Hugo, Los miserables), dos de los extremos entre los que suele balancearse la imagen de la política en la cultura popular contemporánea. En uno de los extremos aparece Robin Hood, representando el esfuerzo heroico de uno en beneficio de todos. En el otro, Jean Valjean, que muestra cómo la política llega a convertirse en el esfuerzo de muchos en beneficio de pocos.
“Entre los gobiernos que gobiernan de forma errada y los pueblos que lo consienten, hay una solidaridad inquietante”. Pero es el signo de los tiempos. Adiós a Robin Hood.