Mª LUISA RUBIO ORÚS. Profesional de la Educación, escritora y pintora.
Érase una vez un ogro demasiado bueno. Vivía en una ciudad descomunal. La ciudad estaba a punto de reventar en un estallido que se rebelaba contra las batallas de sus habitantes. El poder por abarcarlo todo y la envidia por los que lograban cumplir sus objetivos en favor del prójimo había sucumbido en el terror de una supervivencia infinitamente insana.
Sucedió lo que tenía que pasar. Y es que tan harto tan harto, tan sumamente hartísimo estaba Ogri que llamó a Pantak para darle un ultimátum. No se volverían a ver más. Se encerraría en una cueva y no querría ver a nadie. Y nadie, es que era nadie. Ni siquiera el Nadie del cíclope que aparece en la Odisea de Homero cuando responde que cómo se llama.
El pobre confesor de todos los tiempos se lo tuvo que tomar en serio. Porque cuando Ogri se cabreaba, no era cuestión ni de la más mínima broma. Era lo que era. No había punto medio ni virtud que equilibrara la balanza. El negro es negro y blanco blanco.
Aunque su mejor amigo, Pindado había sido la mayor persona de confianza hasta entonces, tampoco le vería. Éste había sido el encargado supremo de haberle ido diciendo todas las noticias que había ido recogiendo por televisión. Se las relataba lo más suave y limpiamente que podía. Y, de todas formas, Ogri se quedaba hecho una piltrafa. Sobre todo por dentro. Tanto tanto somatizó los sucesos de la historia de los países del mundo, que a Pantak solamente le concedió una entrevista ya para despedirse. Del todo.
Había quedado muy claro que no tenía ningún deseo de ver a nadie. Se haría con una granja y fabricaría un huerto capaz de abastecer a un único ser humano; a él mismo. Siempre pensó que todos se ponían muy gallitos con bocas y estómagos llenos hablando sobre temas que creían tener de lejos y que apenas les pretendían ser concernientes. Ogri huía de esos vanidosos que se vanagloriaban de eso y se ponían en plan narciso emperifollándose con ajustados y lujuriosos trajes.
Cada vez que había escuchado cualquier cosa sobre las guerras, el hambre y las peleas entre la gente se le compungía tanto el corazón que le fue creciendo una joroba de lo más desagradable. Conforme a los más mentirosos de las naciones les nacía una tremenda nariz larga en desarrollo, a Ogri igualmente le iba aumentando la chepa. Tenía que terminar con aquello definitivamente y zanjar el asunto de los sufrimientos inútiles.
Así pues, la decisión de aislamiento total se convirtió en una realidad palpablemente materializada. Ningún ente con dos piernas iba a cambiar. Ciertamente los pocos que lo hacían no podían hacer nada para impedir aberraciones sin nombre.
Había llegado a imaginar que la princesa rubia, con su mágico león siempre de guía, tenía posibilidades de modificar la maldad de la injusticia y la crueldad de los abismos que destrozan las almas. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que no podría hacer gran cosa…
Incluso Luiggi, quien había sido un buen compañero de juergas, había sido visto destrozado sobre la barra de un bar, vertedero de cariños falsos. Y Ogri no estaba dispuesto a ir junto a él ni una sola vez más. Jamás de los jamases.
Se había quedado dormido sobre unas copas de más y, sin soñar, empezó a perdonar al malvado que le había arrastrado a aquella condena de la cual era incapaz de salir. Encima mentía a su esposa Helga de un modo muy inadecuado y soez. Como aquella grosería no tenía límites a Ogri no le quedó más remedio que dejarlo en la estacada. No tuvo ninguna otra opción.
El otoño iba avanzando. Y la cara del invierno no tardaría en asomarse por la tosca ventana del agujero escogido en medio del campo verde. Había sido el refugio de hibernación de un enorme oso de leyenda durante el pasado año. Y, Ogri, al que nada le quedaba por reciclar, vio la oportunidad de aprovecharse de la circunstancia antes de que cayeran las primeras nieves.
Ya se había preparado por si el gran oso pardo volvía a su guarida. Toda una serie de trampas habían quedado ocultamente desplegadas en el suelo bajo una capa de hojas en muy avanzada descomposición. Y como el pantano de arenas movedizas estaba cerca, todo era perfecto.
Tendría que ponerse unas pilas de mucha duración para poder terminar lo más imprescindible y llenarse de provisiones para lo que iba a llegar. No obstante, lo peor no era eso. Nada más que los primeros copos traídos por la muñeca de nieve con aires de paz hicieron ardua su presencia, atisbó un emisario en forma de cuervo amigo del espantapájaros heráldico: Pindado había muerto. Ogri estuvo a punto de haber ido a verlo rozando la Navidad, hubiera sido durante la tarde del 23 o 24 de diciembre, su mejor amigo había pasado a mejor vida, descansando con una muy merecida paz eterna.
Despiadadamente enfadado, Ogri empezó a romper toda la vajilla de barro que había ido moldeando en un viejo torno del pueblo de Tajueco ¡ Qué desconsiderados y faltos de educación habían sido el resto de los Ogros !
Pantak, el testigo de las palabras, el confidente de todas las eras, se asustó. Había sentido el latir de un ruido inexplicable. Intuyó que era otro de los superlativos enfados del pobre y olvidado Ogri. Mas ya no había vuelta de hoja,
Ni sus preferidos los gitanos que llegaron a la luna ataviados de blanco pudieron parar el puro sofoco de su querido Ogry, como ellos le llamaban. Lo escribían con Y griega y el calor de su corazón caló ponía el acento en el empeño por que sus hechos no perecieran. Pronto, os contaré de ellos…